jueves, 13 de diciembre de 2012

Reflejos



Al final todo el mundo buscamos reflejos. Nuestra imagen en los ojos del otro. Hablamos habitualmente de cómo los niños se ven a través nuestro, de la importancia de devolverles una imagen positiva, agradable, digna de amor, de ellos mismos, porque así aprenden a verse. En nuestros ojos, nuestras miradas, nuestros sentimientos hacia ellos.

Y también se nos llena la boca de lo ideal que es no mirarse en otros ojos, en otras opiniones, en otras personas. De que no somos un reflejo de nada, que somos entes enteros, perfectos en nuestra imperfección. Que no necesitamos (o no deberíamos necesitar) vernos en nadie para sentirnos bien.

Ojalá. Ojalá la teoría fuera de la mano de la realidad ¿O no? Porque a mí me pasa, a veces, que quiero verme reflejada en otros ojos, en otras mentes, en otras personas. 

¿Quién no ha soñado despierto alguna vez con que escriban ESE poema, ESE verso, ESA reflexión pensando en ti? No hablo de amores románticos, hablo de la huella que dejamos.

¿Quién jamás ha necesitado verse imponente,  saberse brillante, verse interesante, saberse diferente, por ese reflejo que te devuelve otra mirada?

Hay mañanas, cuando una se mira al espejo y le devuelve la imagen real, en que una no puede evitar mirar atrás y pensar en otras imágenes que se vieron reflejadas en el espejo. No es un cualquier tiempo pasado fue mejor. Es nostalgia de esas épocas en las que tu reflejo te decía que podías lograrlo todo, que ibas a conseguirlo todo. Que el mundo estaba esperándote a ti, y solo a ti, ahí fuera. Para que lo cogieras con ambas manos.

Perdonadme si estoy nostálgica, si no estoy optimista; pero  estoy en ese punto de la encrucijada en que una se mira a los ojos y sobre todo lo demás ve ojeras, pelos que necesitan urgentemente que alguien intervenga; piel apagada y sonrisa esquiva. Que empieza a vislumbrar que hay tantas cosas que ya no serán que  se hace difícil respirar.  Que sabes que nadie girará la cabeza en la calle al pasar, que nadie escribirá pensando en ti y que dudas de si tu existencia marcará de alguna manera otras vidas, o si realmente pasarás por ellas como una ligera brisa nada más.



Pero hay una cosa que si sé. Que cuando vuelva a casa, con las ojeras más pronunciadas, calada hasta los huesos, cansada o desanimada, me encontraré dos pares de ojos que, al menos durante un puñado de años, me mirarán al llegar y me devolverán esa imagen que yo sola ya no puedo encontrar. La de una mujer que todo lo puede; que todo lo cura, que todo lo sana. Cuya sonrisa es LA sonrisa. Que con su sola presencia consigue llenar el espacio enorme alrededor de dos pequeñas.

Aprovechemos ese tiempo para dejarnos llevar y mirarnos en sus ojos. Para volvernos a creer que somos lo más importante del mundo y que dejaremos huella queramos o no.  

martes, 30 de octubre de 2012

Etiquetas y otras manías


El otro día iba yo andando con mis hijas por la calle. La pequeña es una kamikaze en potencia, así que ni corta ni perezosa se lanzó a intentar cruzar la carretera por sus propios medios, así que se lo impedí in extremis con un “no” rotundo, al mismo tiempo que la sujetaba. Hasta aquí bien, típica escena de madre con hijos pequeños. 

Según me incorporo y sigo explicándole que no puede cruzar sola la carretera veo una sombra que se acerca rauda y veloz y le suelta: “eso no se hace, no se hace no no no” La sombra en cuestión era una señora de mediana edad, que pensaba que tenía que reconducir a mi hija de alguna manera. Yo entiendo que a veces los niños despiertan el instinto protector de las personas mayores y me vuelvo un poco rígida pero sonriente: “Señora, no se preocupe, que ya está aquí su madre para decírselo”.


Cualquiera pensaría que con esto la buena mujer se ha dado por enterada ¿no? Pues no. Seguimos andando y la oigo: “Eso no se hace, eres muy mala”. Hasta aquí han llegado mis buenas formas. “No señora de mala nada, es MUY buena. Y eso no se le dice a ningún niño”. Mi mirada no admitía réplica.
Según nos íbamos alejando, mi hija pequeña iba repitiendo “no, X no mala, no”. Y mi mayor me miró muy seria y me dijo “Mamá, si alguien nos llama malas, no le haremos ni caso”.

Y esto me hace pensar en varias cosas.

Primera. Qué manía tiene la gente en meterse donde no le llaman, oye. Me imagino la escena al revés: señora de mediana edad cruzando en rojo un semáforo y yo por detrás diciéndole “Eh señora, eso no se hace no no no no”. A ver qué cara ponía la susodicha. Como mínimo se quedaría sorprendida, eso si no me tomaba por loca directamente. Y seguro que no se quedaba impasible ni me daba las gracias por avisar.

Segunda. Qué manía (otra vez!) tiene la gente de poner etiquetas a la primera de cambio. Volvemos a lo mismo, si yo veo a una persona adulta discutiendo con otra, o cruzando en rojo, o cualquier escena semejante… ¿me acercaría a decirle “es usted muy mala”? ¿Es mala por cruzar en rojo? ¿Es mala por discutir con alguien? En definitiva ¿por qué carajo la gente tiene que decirles a los niños que son malos?


Las etiquetas son malas siempre (ups!). En adultos y en niños, porque nos predisponen contra las personas. Pero es que en el caso de los peques, ellos se ven a sí mismos a través de nosotros. Si les miramos con cariño, sienten que son merecedores de cariño. Si les miramos enfadados, piensan que han hecho algo para merecerlo. Si les decimos malos, estamos haciéndoles creer que son malos. Probad a decirle muchas veces a un niño lo bueno, encantador, simpático que es. Veréis como se ilumina.

Tercera. Digan lo que digan los demás, ellos se ven especialmente a través de nuestros ojos, los de sus padres. Da igual lo que el resto del mundo diga, necesitan saber que nosotros creemos en ellos, que estamos ahí para defenderles cuando ellos no puedan. Y para hacerles ver lo maravillosos que son.

Lo importante no es tanto lo que se van a encontrar en la vida, sino las herramientas que les vamos a dar para lidiar con ello.  

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Casa


Últimamente he pasado una época un tanto nostálgica. Quizá porque me he reencontrado de alguna manera con antiguas amistades, o porque cada vez que vuelvo a casa, de alguna manera, me remuevo por dentro.

Casa. 

Si pienso en casa, si pienso, mi casa es mi familia, mi chico, mis hijas. El lugar donde vivo ahora,  que poquito a poquito vamos construyendo y reparando a cachitos.

Pero si no pienso, si me dejo llevar y siento, casa es otro sitio. Casa es donde pasé la niñez, la infancia y la adolescencia.

Casa es una casa con el parqué rayado,  son estanterías desordenadas llenas de libros, cenas en torno a la mesa de la cocina.  Juegos con mi hermano en la habitación, escondites tras los sofás. Peleas fraternales, claro, pero sobre todo risas. Casa es llegar y contar lo que has hecho en el cole, casa es oír la puerta de la calle y sentir que ya estamos todos.

Casa es peleas por el baño, deberes por las tardes, juegos en la calle, nervios porque es la primera vez que voy a salir. Casa es ese sitio donde aprendes a soñar.

Casa es un chocolate caliente mientras llueve fuera una tarde de sábado. Casa también es ese sitio al que no quieres volver siempre cuando tienes 15 años y los amigos son tu mundo. Casa es ese sitio donde siempre te esperan. 

Estoy llegando a ese punto de mi vida en el que hace más años que vives por tu cuenta que en casa de tus padres. Y sin embargo, mi casa está allí.

Si dejamos atrás la parte melancólica, y miramos la nostalgia no desde el “cualquier tiempo pasado fue mejor” sino de cómo nos sentimos al recordarla, yo solo puedo decir que al pensar en mi infancia me invade la calidez. La sensación de seguridad que sentía en casa, cuando todos estábamos allí, nunca la he vuelto a sentir.

Casa es esa sensación de “no puede pasarte nada malo mientras estés aquí, conmigo”.

Y me doy cuenta de que inconscientemente eso es lo que he estado buscando siempre para mis hijas. Quiero que se sientan seguras, quiero que su habitación sea el refugio ante las adversidades, y que el sofá del salón sea el lugar donde acurrucarse en las tormentas.


Así que renuncio  a las paredes impolutas, renuncio a los sofás intactos. No quiero todos los juguetes perfectamente recogidos, ni toda la ropa colocada en sus cajones.

Simplemente quiero que el día de mañana mis niñas sientan que volver a casa, a su casa, es volver al mejor sitio donde se pudieron criar. 

jueves, 5 de julio de 2012

Gracias, mamá


Hoy, por fin, te jubilas. Hoy por primera vez en 65 años no vas a celebrar el cumpleaños, sino ¡la jubilación! Entiendo que después de tantos años trabajando tiene que sentirse uno extraño con la sensación de que no, ya no hay que volver nunca más a trabajar, a la taquilla, a levantarte del sofá por la tarde porque hay turno de noche.

Pero yo si quiero celebrar el cumpleaños. Quiero aprovechar este 65 cumpleaños para darte las gracias… Por todas y cada una de las cosas que has hecho como madre, aunque no estemos de acuerdo en muchas (es lo que tiene educar a los hijos para que tengan ideas propias…). Sin embargo, me gustaría agradecer especialmente algunas de ellas.

Gracias por tenernos siempre en cuenta. No es una obviedad, no todo el mundo piensa en los niños como personas. Gracias por dejarnos tomar decisiones, por dejar que nos equivocáramos. Y por estar ahí cuando después de equivocarnos hemos vuelto con el rabo entre las piernas.


Gracias por no dejarnos llorando sin ser atendidos (“para que aprendan”); por entender que cuando alguien llora, le pasa algo. Por enseñarnos que los sentimientos hay que respetarlos y que no son buenos ni malos, que a veces hay que llorar para curar las heridas.

Gracias por no obligarnos a dormir solos. Por no dejarnos a oscuras llorando, por hacernos siempre un hueco en la cama, y dejarnos dormir contigo. O incluso encima tuyo. Gracias por las luces encendidas en la noche.

Gracias por educarnos en el respeto y en la igualdad. Por hacernos entender que todos somos iguales, y que las personas son importantes. No he sido consciente de esa enseñanza durante mucho tiempo, hasta que me he dado cuenta de que no todo el mundo trata a la gente como tú, como nosotros. Y gracias por inculcarnos que hombres y mujeres son iguales no solo ante la ley, sino ante la vida.

Gracias por los años duros. Por todas esas noches sin dormir, por todas esas jornadas maratonianas de trabajo, por esa soledad en la crianza. Gracias por conseguir que teniendo una madre trabajadora fuera de casa jamás nos hayamos sentidos solos ni abandonados.

Gracias por no pegarnos, por no castigarnos, por tratarnos con respeto. Por hacernos partícipes de la marcha de las cosas y por explicarnos todo. Por dejarnos ensuciarnos, por no reñirnos cuando intentábamos algo aunque no lo consiguiéramos. Gracias por no premiar las buenas notas ni castigar las malas.

Y seguro que me dejo muchas cosas, seguro que alguna importante.  Pero no quiero terminar sin agradecerte también tu función de abuela. Gracias por ser una abuela estupenda para tus nietas. Por pintarles las uñas y llevarlas a comer hamburguesas y a bailar.

Disfruta de tu día, te lo has ganado.

 Felicidades, mamá. 

viernes, 29 de junio de 2012


Me llegan noticias de que hoy,  29 de Junio celebramos el Día Mundial del Sueño Feliz. 



Justo ahora, en un momento en que quien me conoce sabe que estoy pasando una época mala, mala de sueño, mala de cansancio, mala de no dormir 3 horas seguidas. Parece que hubiéramos retrocedido en el tiempo a cuando mi hija pequeña tenía dos meses y dormir 2 horas era motivo de fiesta.

Y hay días que entre despertar y despertar de la peque ya no me duermo y doy vueltas, y más vueltas y me desespero, claro, como no, porque todos somos humanos y no dormir es duro. Pero si hay algo que me parece mucho más duro es sentirte abandonado. Y no cambio una hora de sueño más por uno de esos famosos minutos de reloj de mi hija llorando sola en la cuna. Cuando finalmente cae rendida, relajada, buscando refugio en el hueco de mi brazo, y la miro, no cambiaría ese momento por nada en el mundo. 

Yo no voy a basarme en estudios científicos, no voy a buscar bibliografía acerca de las secuelas de dejar llorar a un niño para que “aprenda a dormir” (curioso, si no supiese dormir no hubiera sobrevivido, pero a alguien que esté berreando en su cuna no debe parecerle suficiente muestra de vitalidad). Yo solo me baso en que lo que no quieras que te hagan a ti, no se lo hagas a los demás. 

Dejar llorar a un niño solo en la oscuridad no es ayudarle. No es enseñarle nada. Bueno si, es enseñarle que no puede contar contigo cuando te necesita.  Dejar llorar a un niño en su cuna reloj en mano es, simplemente, una crueldad. 

Yo pasaré noches mejores, pasaré noches peores, pasaré noches en vela (de esas, seguro, unas cuantas). Pero desde luego, mientras esté en mi mano, mis hijas no pasaran noches sintiendo que sus padres no responden a sus llamadas. Mientras yo pueda, ninguna de mis hijas sentirá angustia a la hora de irse a dormir. Mientras ellas quieran y lo necesiten, mis hijas me tendrán siempre a su lado cuando Morfeo quiera recibirlas en sus brazos.

Que tengáis buenas y felices noches,

Mamá Empanadilla

jueves, 31 de mayo de 2012

Cinco años...



Cinco años. Mañana cumples 5 años. Madre mía, qué número tan redondo ¡y tan grande! Llevas una semana emocionada porque “en Junio es mi cumple” y porque lo vamos a celebrar,  y porque irá mamá al cole a llevar un bizcocho, y porque saldremos al parque con tus amigos….

Y yo no hago más que recordar. Me acuerdo tanto de cuando me enteré que estaba embarazada; de cuando empezaste a moverte dentro de mi y a darme patadas. De cuando supimos que eras una niña y te pusimos nombre. Y de cómo tu padre se acercaba a la barriga y lo decía una y otra vez “para que supieras como te llamabas”.

De los preparativos, del final del embarazo, de las ganas de saber cómo eras físicamente, de conocerte, de tocarte.

Y el día llegó, y dejamos de ser una para ser dos para siempre. Te tocamos, te olimos, te sentimos, sin llegar a creérnoslo y sin saber muy bien qué hacer contigo.

Estos días recuerdo tan a menudo esos meses, ese bebé redondito que eras, plácida, tranquila, feliz. Recuerdo sobre todo tus ojos, esa mirada...

Tu llegada al mundo cambió nuestra vida para siempre; eso lo esperábamos, pero no sabíamos cuanto. No se puede explicar lo que se siente al tener un hijo hasta que lo tienes. Una vez tratando de compartirlo con una amiga que no era madre, se lo describía como “algo tan animal que no puedo describirlo con palabras”.

Cuando llegaste, yo no estaba tan informada como ahora. Acerca de colecho, porteos, lactancia… Pero sé que jamás te dejamos llorar, nunca te faltaron los brazos, jamás te quedaste sola en la cuna esperando desgañitándote sin que alguien viniera a por ti. Porque hay cosas que uno no sabe cómo hacerlas bien, pero sí sabe cómo no hacerlas mal.


De estos cinco años me quiero quedar con la parte buena. Sé que hemos pasado tiempos terribles, hay unos meses que contemplo como en una nebulosa, y solo me arrepiento de no haber sabido disfrutarte más en esos momentos.  Pero eso también me ha enseñado a hacerlo ahora, a preocuparme (un poquito) menos, y a no esperar “que pase el tiempo cuanto antes” porque eso significa perderlo para siempre



Y hoy estamos aquí, cinco años después. Cada vez que pienso que mañana cumples cinco años se me llenan los ojos de lágrimas como a una tonta. Porque no me puedo creer que de mi, de nosotros, haya surgido esa personita tan especial que eres tú. Porque si hay algo que me hace feliz es sentir tu mano en la mía y escuchar tu voz. Porque tú y tu hermana sois las personas más importantes del mundo. Y porque quiero que cuando los cinco sean seis, y siete, y ocho... sigas buscando mi mano.

Felicidades, cariño. 

viernes, 4 de mayo de 2012

Echar de menos


Echo de menos a demasiada gente. Hace poco tiempo escribí esto en el facebook. Y desde entonces no dejo de pensarlo. Hace poco la vida me ha unido de nuevo a una amiga de esas de siempre, de toda la vida, a la que no ves todo lo que quisieras. Y por una situación poco afortunada hemos hablando más en una semana que en los últimos años. Y me he dado cuenta de cuánto la echaba de menos, cuánto, y sin saberlo.

Echo de menos a personas de las que me he alejado única y exclusivamente debido a la distancia. He vivido en diferentes ciudades en los últimos años, y aunque es una experiencia muy enriquecedora, nadie me avisó de lo que duele la parte mala: ir dejando gente en cada una de ellas. Aunque nos reencontremos cada cierto tiempo, aunque nos escribamos y nos sepamos, echo de menos esas barrigas que no vi crecer más que en fotos; esos bebés que conocí siendo ya niños y de los que no sé su juguete favorito, ni si les gustan las salchichas o el chocolate.

Echo de menos a mis “históricas”. Echo de menos a todas aquellas niñas con las que crecí, con las que aprendí a reír, a llorar por amores no correspondidos, a cantar a grito “pelao” en la calle. Con las que aprendí a compartir confidencias. Hay momentos en los que, a pesar de las distancias, a pesar de los kilómetros, os pienso y os hablo, y os escucho en mi cabeza. Y os necesito.

Echo de menos no haber podido compartir con vosotras esos momentos que ya no volverán. Añoro los cafés eternos, las noches interminables y los días intensos. Pero sobre todo añoro esos momentos que vendrán y no podremos vivir juntas.


Y también echo de menos (¡cómo duele este!) a esas personas de las que me alejó la vida. Aquellas cuyos caminos se fueron separando del mío, sin que pudiéramos o quisiéramos hacer nada por evitarlo. A pesar de los desencuentros, de los desengaños y de lo duro de la separación, también os echo de menos.

Echo de menos a demasiada gente. Cierto, pero no puedo terminar sin añadir algo. A veces, la vida te sorprende. Y cuando te encuentras inmersa en la nostalgia, aparece un puñado de personas, unas poquitas, que hacen que te apetezca empezar de nuevo. A no echar de menos. A compartir el día a día, a compartir confidencias, risas, a llorar cuando haga falta.

Vosotras sabéis quienes sois. Otras no leerán esto, pero igualmente les pertenece, porque también forman parte de ese puñadito que me hace más feliz.

lunes, 9 de abril de 2012

El tiempo


El otro día, tras una jornada entera de parque al aire libre, mi hija me preguntó “¿Y esta tarde donde vamos?”. Eran las siete y pico de la tarde así que me tocó explicarle que a ningún sitio más, que ya nos íbamos a casa. Para ella, como habíamos salido por la mañana y no habíamos vuelto a casa, seguía siendo por la mañana, o más bien era un continuo…

Esta aparente tontería me hizo reflexionar acerca del tiempo. O más bien, de la percepción que tenemos del tiempo. Cuando eres pequeño los días son largos. Las estaciones enormes y los años inmensos. Todo es grande, todo es eterno. Y queremos crecer, y queremos que pasen las horas, los minutos, los días, los cursos escolares. Para ser mayores, para ser grandes.

Los adultos solemos presenciar esta prisa por que pase el tiempo con una mezcla de nostalgia y condescendencia: “No tengas prisa por crecer” “Quien volviera a ser niño”, etc.

Y, sin embargo, seguimos viviendo igual. Parece que no hemos aprendido nada. Nos pasamos la vida queriendo que acabe la jornada de trabajo, que llegue el fin de semana, que llegue el puente en el que nos vamos a tal sitio, que llegue el verano, que llegue…
Tenemos un bebé en brazos y a menudo queremos que “empiece a hacer cositas”, que “empiece a hablar” que “empiece a andar”, que “deje el pañal”, que “coma solo” que “duerma solo” que… que pase el tiempo.

Y yo no hago más que pensar. Que solo tenemos este tiempo. Es un tópico, pero es tan cierto: esta hora no volverá. Tendrás otra, más feliz, menos feliz, más ocupada, más relajada, pero será otra. Y a esta no podrás volver, aunque quieras. Y querrás, seguro que querrás.

Tu hijo tendrá 1, 2, 10 años. Pero no volverá a tener la edad que tiene hoy, que tiene ahora, en este momento. Yo lo pienso mientras duermo a mi hija mayor, cuando me entran ganas de que duerma sola y poder irme al salón. ¿Cuántas veces echaré de menos estos momentos junto a su cama en el futuro?

Y lo pienso cuando me desespero mientras me despierto veinte veces por la noche con mi hija pequeña. ¿Cuántas veces suspiraré por volver a pasar una sola de estas noches sabiendo que ella está junto a mi, en mi cama?

Y cuando de verdad lo pienso, en ese justo instante, estoy en paz con el momento y la realidad que estoy viviendo. Y soy más feliz. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

Los niños son personas



Pues vale, pensaréis. Se ha roto la cabeza de pensar. Pues no es tan obvio, señores. O no lo parece. Estoy harta de escuchar frasecitas del tipo: para que aprendan. Para que sepan quién manda.

En concreto estoy bastante cansada de escuchar las supuestas virtudes de la Supernanny y cualquier otro coleguilla conductista. Ahora que está tan de moda, no hay día que alguien no me haga referencia a ella y a como “funcionan” sus métodos. Que sí, que lo que es funcionar, funcionan, si entiendes por funcionar que, dado que no haces ni caso a los llantos de tu hijo, éste opta por dejar de llorar (lo cual no quiere decir por supuesto que haya encontrado ninguna solución a su problema, simplemente ha decidido  que no merece la pena mostrarte sus sentimientos, total, ¿para qué?). Es decir, si tu objetivo es conseguir silencio, OK campeón, lo tienes hecho. Si tu objetivo es conseguir que tu hijo haga lo que tú quieras sin cuestionarte nada, esta es tu herramienta.

Ahora bien…si tu objetivo es que tu hijo crezca confiando en la presencia incondicional de sus padres… ahí amigo ya no estoy tan segura. Rarita que es una.
Yo no soy pedagoga, no soy psicóloga, no soy maestra, no soy más que persona y madre. Y eso no se hace. Hay cosas que no está bien hacerlas, por mucho que a través de ellas consigamos lo que queremos, e ignorar los sentimientos de la persona más importante de tu vida debería figurar entre ellas (insisto, rara que es una).

Otro de los grandes “hits” son las caritas sonrientes/tristes, y los premios por buen comportamiento. O sea, si la niña en cuestión se porta bien, le ponemos una pegatina verde/sonriente. Si se porta mal, una roja o enfadada. Es que ni siquiera entro a debatir qué es portarse bien o mal. Si recojo la mesa me gano la cara sonriente. Pero si no la recojo, una imagen cabreada me mirará constantemente desde el tablón colgado en el frigorífico todas las mañanas recordándome que hace 3 días no quise poner el plato en la mesa. Y gracias a ello, este fin de semana me quedo sin ir al circo. ¡¡¡Aaaaahhh!!! ya lo pillo. O no… espera, es que no entiendo la relación entre poner la mesa e ir al circo… Lo dicho, además de rara, cortita.

¿Para qué nos vamos a molestar en buscar formas más constructivas de entender las consecuencias de mis actos? Si esto es mucho más rápido. Estoy convirtiendo a mi peque en una máquina recolectora de gomets verdes, oiga. Claro, que si mañana le digo de repente que no recoger la mesa vale una cara sonriente y recogerla una roja, el chiquillo en su afán recolector dudo mucho que se planteara la coherencia de la norma.

Y no menos importante… las famosas llamadas de atención. Fíjate que son bajitos pero malévolos, parecen pensar algunos. Que cuando quieren que les hagas caso, van e intentan que se lo hagas. Maquiavélico. Así que nada, la próxima vez que vaya por la calle y oiga mi nombre, agacho las orejas, miro al suelo y aprieto el paso. ¡Que alguien está tratando de llamar mi atención! Habrase visto tamaña desfachatez. Ya se sabe ¡ni caso!.


Lo dicho, se nos olvida que los niños son personas.  Bajitas, pues sí. Pequeñas, pues depende de cómo cuantifiques a la persona, si por altura o por riqueza interior. Si es por lo primero serán pequeños, pero si es por lo segundo a nuestro lado serían gigantes.

Yo cuando oigo el tan manido: “Es que si le haces caso cada vez que llora, aprenderá que siempre estás pendiente de él” o “Las vas a acostumbrar a que cada vez que lloren allá vas tú”, siempre contesto que justamente ESO es lo que quiero que aprendan mis hijas.

Que pase lo que pase, hagan lo que hagan, mamá estará a su lado. Me parecerá bien, me parecerá mal, estaremos de acuerdo o discutiremos por ello, pero siempre podrán contar conmigo. 

martes, 28 de febrero de 2012

De colegios


Hace unos días tuve ocasión de escuchar una típica conversación de parque entre dos madres. Hablaban de colegios;  bueno, en realidad hablaban del supuesto nivel académico de los colegios. Que si del colegio X salían muy preparados, que si el colegio Y tenía unas medias en selectividad estupendas. Que a ver si nos cogen en X o Y, porque luego ya se sabe lo importante que son las notas para la selectividad… Me vuelvo y veo que el objeto de los desvelos de ambas madres están bastante más interesados en intercambiar la pala roja por el rastrillo verde (y a ser posible quedarse los dos) que  por las notas de X o Y.



Probablemente a la inmensa mayoría de la gente le resulte habitual e incluso normal la escena pero a mi me pone los pelos de punta. Estamos hablando de niños de 3 años!!! Y para ver qué colegio elegimos nos vamos a mirar las notas de Selectividad.  Muy apropiado. Sobre todo teniendo en cuenta que al ritmo que cambian las cosas en Educación hoy en día, a lo mejor cuando toque que los dueños del rastrillo vayan a la universidad no importa la nota que tengas sino lo que te puedas pagar.



No sé, quizá esté equivocada pero yo veo las cosas tan diferentes… Siempre me ha pasado. Cuando llegó el momento de que mi empanadilla A empezara el cole, nuestras inquietudes no eran qué notas sacaban los niños al terminar, ni  si el nivel de Lengua era alto o no.  He de reconocer que  a veces sentía como me miraban no sé si como a una extraterrestre o como a una madre desnaturalizada, porque no le daba importancia  a ese tipo de baremos.

Siempre digo que lo importante es un cole en el que tu hijo pueda ser feliz. Oye, quizá no lo consigamos, pero desde luego hay que intentarlo. Pasan tantas horas allí, es tan importante su primer contacto con el aprendizaje más “reglado” que ¿cómo puede ser que nos preocupemos más del nivel de inglés que de cómo los tratan en el día a día?.  En esta era en la que todos estamos tan (sobre)cualificados, parece que los conocimientos puramente académicos priman sobre todas las cosas.

Anécdota: para mi era crucial el tema de cómo manejaban el control de esfínteres. Me parecía básico que no fuera un cole en el que te llamaban para cambiar al niño, por ejemplo. O en el que aunque los cambiaran de ropa en caso de escape, dieran por hecho que a esa edad “ya tienen que controlar”  y si no incluso les riñeran. Mucha gente me comentaba eso de “bueno, pero eso es solo el primer año, no es algo tan determinante”. Sin embargo, a mi me parece justo lo contrario. ¿Cómo no va a marcar para siempre a un niño el que le dejen sin cambiar mientras viene su mamá a cambiarlo? A veces, como son pequeños, se nos olvida que sienten de manera inversamente proporcional a su tamaño.

No me importa si mi hija empieza a leer con 4,5 o 6 años. Pero sí me importa que si hay alguna dificultad la detecten a tiempo y podamos trabajarla en conjunto adaptándonos a ella. No me importa si mi hija escribe ya su nombre o no. Pero si me importa que le haga ilusión intentarlo. No me importa que mi hija no toque el violín. Pero si me importa que le permitan desarrollar el gusto por la música . No me importa que no sea bilingüe con 6 años. Pero si me importa mucho que adore a su profe de inglés. No me importa que vuelvan ella y su ropa llena de pintura todos los días; me encanta que experimente el gusto de pintar con las manos.


En definitiva no busco un lugar donde le enseñen muchas cosas a mi niña, sino un sitio en el que mi niña sea feliz aprendiendo a aprender


sábado, 18 de febrero de 2012

Cosas de niños y viejos



He tenido ocasión estos días de celebrar el cumpleaños de mi abuelo, y por ende, del bisabuelo de mis peques. Y como siempre que paso tiempo con alguien que cumple tantos años (y “peor es no cumplirlos”, como bien dice el susodicho) me da por pensar.

Siempre me ha fascinado el entendimiento espontáneo que se da a menudo entre niños y ancianos. Esos señores que discuten con sus hijos agriamente de política, que fueron estrictos cual sargento con los suyos cuando no se querían terminar (¡por favor!) el cocido, y que hoy día cambian con toda naturalidad una gorra por una galleta. Cierran un conflicto latente con “te cambio esta pintura por un caramelo chupado” y se quedan tan panchos. Total, ya no tienen que demostrar a nadie lo bien que lo hacen, o lo han hecho. Y oye, los peques se entregan totalmente. Es alucinante ver como acarician la mano del abuelo o como le dicen a la bisabuela: no te preocupes, que te vas a poner bien.

Otra cosa que me parece impresionante son los recuerdos. Mi abuela está adentrándose en esas neblinas de la memoria que a veces te dejan conocer al de enfrente y en ocasiones sólo te dejan ver lo que pasó hace tanto tiempo que parece mentira que sucediera. Esas trampas de la mente que hacen que en un momento esté hablando contigo y al rato esté preguntándole al de al lado “si esta chica tan maja no se tendrá que ir a su casa ya”. Siempre que me ve con la peque en la teta, uno de esos recuerdos de ayer vuelve a ella. A menudo me comenta con nostalgia que la teta es lo mejor. Que se acuerda perfectamente de cuando dio teta a mi tío (al resto no los nombra, cosas curiosas que tienen las nieblas); que le dio hasta “bien mayor”. Que estaban ellas cosiendo en la tenada y venía mi tío corriendo a pedir un chupito de teta. Y se ríe. Se nota que es un recuerdo cálido, guardado ahí dentro donde espero de verdad que no llegue la niebla a ser tan espesa jamás.

Y me hace reflexionar. Estamos hablando de un niño que corría jugando con sus amigos e iba a por teta. Vamos, que no tenía un año, ni dos. Y de una señora que le daba su ración de teta como lo más normal del mundo. Y de esto hace un porrón de años (no diré cuantos por si mi tío lee esto ;) Hoy en día, si te sacas una teta para dar de mamar a algún niño grande, parece que estés sacando una recortada. Sin embargo, si te la sacas en la playa es súper cool; siempre, claro, que no esté el niño cerca para engancharse de un salto, que pasa a ser obsceno.

Están locos estos romanos.

martes, 14 de febrero de 2012

¿Y de qué hablamos ahora?


Pues heme aquí, frente al ordenador y una página en blanco y con varias preguntas trascendentales.

1) ¿Qué hace una escribiendo un blog cuando nunca se había planteado escribir un blog?
2) ¿De qué se puede hablar en un blog cuando (insisto) nunca se tuvo intención de escribir un blog?
3) ¿Cómo acometer de una forma medianamente seria tamaña tarea cuando el título del blog de marras es “Mamá Empanadilla”? Lo primero que pensará alguien que aterrice aquí es que o bien soy una empanada de las de toda la vida (vamos, que no me entero de nada) o bien que soy una obsesa de las empanadillas. De cualquier forma no andará muy desencaminado… La historia detrás del título daría para una entrada entera pero lo dejaremos para otra ocasión.


Digamos que todo empieza con un reto virtual, y una que no sabe escuchar el “¿a que no puedes….?” sin empezar a liarse la manta a la cabeza, recoge el testigo y se lanza de cabeza a la piscina.

Digamos que se puede hablar de nada y de todo. De todo y de nada, vaya, que viene a ser lo mismo. De niños y madres, de amigos y amigas, de gente que no conoces pero a la que conoces más que a tus compañeros de infancia, de puentes que se tienden a lo largo de la red, de risas, de guiños, de tetas, de cómo sobrevivir a diario en días de 24 h cuando necesitas 37h, de empanadillas de chorizo, de bandoleras, de madalenas que hoy se llaman muffins, de San Valentín, de corazones y de vampiros… En fin, de la vida en general. Y de la crianza en particular.

Y digamos que va de recuperar costumbres olvidadas, oye, por qué no. A escribir lo primero que se te viene a la cabeza y releerlo, para no perder la costumbre de pensar.

Así que compañeras, aquí tenéis mi entrada para vosotras, mujeres hermosas, manitas, artistas, amigas, compañeras, caminantes, mamás, enfermeras, cocineras, cuidadoras, magas… en definitiva, MUJERES MARAVILLOSAS.

Os debo un fondo en condiciones. Os debo unas fotos. Os debo aprender a manejar esto.

Y por supuesto, unas empanadillas.