lunes, 4 de marzo de 2013

Dificultades


De forma más o menos inconsciente, incluso cuando tratamos de evitarlo, todos proyectamos una serie de expectativas al futuro. Nuestro, de nuestros hijos, de nuestra pareja. Siempre pensamos que hay cosas que serán de una determinada manera.

Hay cosas que siempre les pasan a otros. Y ni siquiera hablo de cosas graves, hablo de pequeñas, medianas, o grandes dificultades que nos vamos encontrando en el día a día. Y de vez en cuando, va algo y nos pasa. A nosotros. A nuestros hijos.

Y de repente tenemos que reinventar nuestra historia; tenemos que mirar hacia dentro y ver qué esperábamos realmente, qué queríamos y que nos encontramos en realidad.
Cuando algo así sucede con los hijos, duele más. Porque en el fondo se juntan muchas cosas:

Tú querías que las cosas fueran transcurriendo de manera “normal”.

Tú querías que tu hijo/a fuese encontrándose los problemas y dificultades normales en la vida.

Tú querías que aprendiera a resolverlos. 

En definitiva, tú querías que fuese feliz sin más, así, con sus luces y sus sombras, como todo hijo de vecino.

Pero ¿qué pasa cuando tu niño/a tiene alguna clase de dificultad específica? Pues que todas esas dificultades diarias, con las que los demás disfrutan y sonríen ante la manera en la que los niños las resuelven, se convierten en muros. Enormes. Contra los que tu niño/a se da de bruces una y otra vez.

Y cuando son pequeños solo lo vas viendo tú. A veces te parece que lo ves, otras que estás mirando mal; la mayoría de las veces crees que es que estás mirando demasiado.


Hasta que te das cuenta de que no, que en realidad no has mirado bastante. Que el muro se hace más grande día a día, y que tu niño/a necesita una escalera para llegar arriba.

Y ahí viene el momento en el que de repente, te dicen que tienes que ser carpintera. Tú, que jamás cogiste una madera. Tú, que si intentas clavar un clavo lo más probable es que te dejes la uña pegada a la pared. Tú, que tienes la misma idea de montar escaleras que de saltar en paracaídas.


Y te pones a ello. Poquito a poquito, el primer palo, el segundo. El primer travesaño. Se te despega, te queda torcido. Pones un pie y te caes. Y lo que es peor, tienes miedo de que tu peque caiga contigo. Pero ya has aprendido a ponerte el paracaídas. Por si acaso.

Y ves que tu niña te mira y te pregunta “Mamá ¿por qué necesitamos una escalera?”. Y no sabes que contestar.  Y miras el muro y le explicas la verdad: porque es alto y hace falta ayuda para escalarlo. Que no pasa nada por necesitar ayuda, y que ese niño que tan bien alcanza el otro lado del muro a lo mejor no sabe bailar como tú. 

Que eres maravillosa bailando.

Y mientras tanto, pasito a pasito, vas añadiendo peldaños.