Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, decía el
poeta. Y mi infancia son recuerdos de un pueblo castellano. De veranos largos bajo el sol abrasador. De
calles sin asfaltar y paseos por el río.
En mis veranos infantiles no faltaban los amigos, las
carreras en bicicleta, los juegos en la calle, los primeros escondites, las
primeras travesuras...
Pero si miro hacia atrás, hacia esos veranos en la meseta
castellana, sobre todo estabas tú. Siempre estabas tú. Que me levantabas para
ir a buscar la leche juntas los primeros años, cuando aún teníamos que hervirla
después. Cuando me llevabas a por el pan, recién sacado del horno (que miedo me
daba el panadero, que siempre amenazaba riéndose con meterme dentro!). Tú, a
quien observaba cocinar todos los días. A quien preguntaba una y otra vez como
se hacían las lentejas. A quien le pedía que por favor me dejara ayudarla a
cocinar.
Contigo aprendí a aclarar platos en un barreño lleno de
agua. A restregar el jabón al lavar a mano. Tú intentaste año tras año que
aprendiera a coser, a bordar… menos mal que lo dejamos por imposible, porque
sigo pinchándome con cada aguja que cae en mis manos! A cambio, me bordaste
baberos para mis niñas cuando nacieron.
Recuerdo el momento de acabar el colegio y contar los días
para ir a veros. Recuerdo cuando llegábamos la alegría de saber que teníamos
tantos días y tantas noches por delante. Como me gustaba llegar y dormir en
esas camas blandas, en esos colchones de lana. Nunca aprendí a hacer una cama
como tú, estirando las sábanas con una vara y dejándolas impecables.
Y recuerdo los inviernos, como olvidarlos!. El frío que se
metía hasta los huesos. Como nos calentabas la ropa en el brasero antes de que
nos levantásemos. Como nos avisabas de cuando estaba todo listo para que
fuésemos corriendo desde la cama al calorcito de la mesa camilla y nos
vistiésemos en el salón. Y las bolsas de agua caliente por la noche… si, esas
mismas que cuando las tocabas a las 3 de la mañana parecían témpanos de hielo.
Te recuerdo ahí, como una roca, inamovible, año tras año.
Dejamos de ser niños y seguías ahí. Dejaste de entendernos y seguías ahí.
Siempre con los brazos abiertos. Te recuerdo especialmente sentada escuchando
mi tesis doctoral. ¿Qué podías entender tú de todo lo que yo iba contando en
aquel tribunal? Nada. Pero estabas tan contenta… tan orgullosa… Nunca te dije
lo importante que fue para mi que te empeñaras en presentarte allí. Si te
pienso en esa sala se me siguen poniendo los pelos de punta.
Podría seguir eternamente. Porque me enseñaste tantas cosas.
Tantas. Pero sobre todo me enseñaste una. Que se puede querer
incondicionalmente a los tuyos aunque no estés de acuerdo en nada. Aunque no
entiendas nada de lo que hacen. Que un hogar siempre debe estar abierto a
todos.
Y ¿por qué me acuerdo justamente hoy? Porque hoy es 9 de
septiembre. Y todos los 9 de septiembre, año tras año, tú me llamabas para
felicitarme. Porque hoy es mi santo. Y eras la única persona que lo tenía en
cuenta (es lo que tiene tener una familia más bien atea).
Y hoy te echo de menos. Aunque hace tiempo que la persona
que me felicitaba quedó sepultada en la nebulosa de quien sabe qué… Hoy,
especialmente, te echo de menos, abuela.
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