Yo no sé vosotros, pero yo tengo la manía de “engancharme” a
veces con las cosas negativas que me pasan; o aún peor, con las cosas que no
hago bien (o todo lo bien que yo querría hacer).
Pongamos un ejemplo simple. Pasas un día fantástico, sales a
pasear, disfrutas del sol, de las niñas, de la compañía de amigos. Te ríes,
juegas, en resumen: te lo pasas pipa. Y al llegar a casa, cansados todos, a
alguien se le cruza el cable por una nadería. Y obviamente, como todos estamos
cansados, nadie lo gestiona bien y acabamos los cuatro como el rosario de la
aurora. ¿Os suena?
Y exactamente lo mismo con todo. A mí en particular con la
crianza me pasa. Si un día resuelvo mal una situación con las niñas, parece que
es que todo lo he hecho mal hasta ese momento. Pero no sólo eso, sino que me
levanto y sigo pensando a veces lo que hice mal.
Pues no señores. No puede ser. Es que no es cierto. El día
fue fantástico. El día estuvo genial. Nos enfadamos un ratito. Ya. Punto. Y no, no lo hacemos todo mal. Simplemente a
veces nos equivocamos.
Si en vez de eso nos estuviéramos comiendo un helado y al
final se nos cayera al suelo… nos daría rabia, si, pero no nos pasaríamos el
resto del día lamentándonos por el cachito que se nos cayó.
Así que yo me digo: no pienses en lo que pasó ayer. No mires
hacia atrás para ver todos y cada uno de los fallos que tienes. Todo lo que hiciste
mal y podrías haber hecho mejor. Ni
siquiera con la excusa de “aprender de los errores”. Si los tenemos grabados a
fuego. Si cada vez que metemos la pata nos flagelamos como si fuésemos
responsables de la Tercera Guerra Mundial. ¿De verdad nos hace falta recrearlos
en la mente?
Hoy es otro día. Hoy es ya, hoy es ahora. Hay una nueva
oportunidad para hacer las cosas bien, para hacerlas mejor, para sentirse a
gusto. Dejemos de pensar siempre en
ayer, y empecemos a pensar en lo bien que lo vamos a hacer mañana.
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