
Esta aparente
tontería me hizo reflexionar acerca del tiempo. O más bien, de la percepción
que tenemos del tiempo. Cuando eres pequeño los días son largos. Las estaciones
enormes y los años inmensos. Todo es grande, todo es eterno. Y queremos crecer,
y queremos que pasen las horas, los minutos, los días, los cursos escolares.
Para ser mayores, para ser grandes.
Los adultos
solemos presenciar esta prisa por que pase el tiempo con una mezcla de
nostalgia y condescendencia: “No tengas prisa por crecer” “Quien volviera a ser
niño”, etc.
Y, sin embargo,
seguimos viviendo igual. Parece que no hemos aprendido nada. Nos pasamos la
vida queriendo que acabe la jornada de trabajo, que llegue el fin de semana,
que llegue el puente en el que nos vamos a tal sitio, que llegue el verano, que
llegue…
Tenemos un bebé
en brazos y a menudo queremos que “empiece a hacer cositas”, que “empiece a
hablar” que “empiece a andar”, que “deje el pañal”, que “coma solo” que “duerma
solo” que… que pase el tiempo.
Y yo no hago más
que pensar. Que solo tenemos este tiempo. Es un tópico, pero es tan cierto:
esta hora no volverá. Tendrás otra, más feliz, menos feliz, más ocupada, más
relajada, pero será otra. Y a esta no podrás volver, aunque quieras. Y querrás,
seguro que querrás.

Y lo pienso
cuando me desespero mientras me despierto veinte veces por la noche con mi hija
pequeña. ¿Cuántas veces suspiraré por volver a pasar una sola de estas noches
sabiendo que ella está junto a mi, en mi cama?
Y cuando de
verdad lo pienso, en ese justo instante, estoy en paz con el momento y la
realidad que estoy viviendo. Y soy más feliz.