Últimamente he pasado una época un tanto nostálgica. Quizá
porque me he reencontrado de alguna manera con antiguas amistades, o porque
cada vez que vuelvo a casa, de alguna manera, me remuevo por dentro.
Casa.
Si pienso en casa, si pienso, mi casa es mi familia, mi
chico, mis hijas. El lugar donde vivo ahora,
que poquito a poquito vamos construyendo y reparando a cachitos.
Pero si no pienso, si me dejo llevar y siento, casa es otro
sitio. Casa es donde pasé la niñez, la infancia y la adolescencia.
Casa es una casa con el parqué rayado, son estanterías desordenadas llenas de libros,
cenas en torno a la mesa de la cocina. Juegos con mi hermano en la habitación,
escondites tras los sofás. Peleas fraternales, claro, pero sobre todo risas. Casa
es llegar y contar lo que has hecho en el cole, casa es oír la puerta de la
calle y sentir que ya estamos todos.
Casa es peleas por el baño, deberes por las tardes, juegos en
la calle, nervios porque es la primera vez que voy a salir. Casa es ese sitio
donde aprendes a soñar.
Casa es un chocolate caliente mientras llueve fuera una tarde de sábado. Casa también es ese sitio al que no quieres volver siempre cuando tienes 15 años y los amigos son tu mundo. Casa es ese sitio donde siempre te esperan.
Estoy llegando a ese punto de mi vida en el que hace más
años que vives por tu cuenta que en casa de tus padres. Y sin embargo, mi casa
está allí.
Si dejamos atrás la parte melancólica, y miramos la
nostalgia no desde el “cualquier tiempo pasado fue mejor” sino de cómo nos
sentimos al recordarla, yo solo puedo decir que al pensar en mi infancia me
invade la calidez. La sensación de seguridad que sentía en casa, cuando todos
estábamos allí, nunca la he vuelto a sentir.
Casa es esa sensación de “no puede pasarte nada malo
mientras estés aquí, conmigo”.
Y me doy cuenta de que inconscientemente eso es lo que he
estado buscando siempre para mis hijas. Quiero que se sientan seguras, quiero
que su habitación sea el refugio ante las adversidades, y que el sofá del salón
sea el lugar donde acurrucarse en las tormentas.
Así que renuncio a
las paredes impolutas, renuncio a los sofás intactos. No quiero todos los
juguetes perfectamente recogidos, ni toda la ropa colocada en sus cajones.
Simplemente quiero que el día de mañana mis niñas sientan
que volver a casa, a su casa, es volver al mejor sitio donde se pudieron criar.