martes, 9 de septiembre de 2014

Te echo de menos

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, decía el poeta. Y mi infancia son recuerdos de un pueblo castellano.  De veranos largos bajo el sol abrasador. De calles sin asfaltar y paseos por el río.

En mis veranos infantiles no faltaban los amigos, las carreras en bicicleta, los juegos en la calle, los primeros escondites, las primeras travesuras...

Pero si miro hacia atrás, hacia esos veranos en la meseta castellana, sobre todo estabas tú. Siempre estabas tú. Que me levantabas para ir a buscar la leche juntas los primeros años, cuando aún teníamos que hervirla después. Cuando me llevabas a por el pan, recién sacado del horno (que miedo me daba el panadero, que siempre amenazaba riéndose con meterme dentro!). Tú, a quien observaba cocinar todos los días. A quien preguntaba una y otra vez como se hacían las lentejas. A quien le pedía que por favor me dejara ayudarla a cocinar.

Contigo aprendí a aclarar platos en un barreño lleno de agua. A restregar el jabón al lavar a mano. Tú intentaste año tras año que aprendiera a coser, a bordar… menos mal que lo dejamos por imposible, porque sigo pinchándome con cada aguja que cae en mis manos! A cambio, me bordaste baberos para mis niñas cuando nacieron.

Recuerdo el momento de acabar el colegio y contar los días para ir a veros. Recuerdo cuando llegábamos la alegría de saber que teníamos tantos días y tantas noches por delante. Como me gustaba llegar y dormir en esas camas blandas, en esos colchones de lana. Nunca aprendí a hacer una cama como tú, estirando las sábanas con una vara y dejándolas impecables.

Y recuerdo los inviernos, como olvidarlos!. El frío que se metía hasta los huesos. Como nos calentabas la ropa en el brasero antes de que nos levantásemos. Como nos avisabas de cuando estaba todo listo para que fuésemos corriendo desde la cama al calorcito de la mesa camilla y nos vistiésemos en el salón. Y las bolsas de agua caliente por la noche… si, esas mismas que cuando las tocabas a las 3 de la mañana parecían témpanos de hielo.
Te recuerdo ahí, como una roca, inamovible, año tras año. Dejamos de ser niños y seguías ahí. Dejaste de entendernos y seguías ahí. Siempre con los brazos abiertos. Te recuerdo especialmente sentada escuchando mi tesis doctoral. ¿Qué podías entender tú de todo lo que yo iba contando en aquel tribunal? Nada. Pero estabas tan contenta… tan orgullosa… Nunca te dije lo importante que fue para mi que te empeñaras en presentarte allí. Si te pienso en esa sala se me siguen poniendo los pelos de punta.

Podría seguir eternamente. Porque me enseñaste tantas cosas. Tantas. Pero sobre todo me enseñaste una. Que se puede querer incondicionalmente a los tuyos aunque no estés de acuerdo en nada. Aunque no entiendas nada de lo que hacen. Que un hogar siempre debe estar abierto a todos.

Y ¿por qué me acuerdo justamente hoy? Porque hoy es 9 de septiembre. Y todos los 9 de septiembre, año tras año, tú me llamabas para felicitarme. Porque hoy es mi santo. Y eras la única persona que lo tenía en cuenta (es lo que tiene tener una familia más bien atea).

Y hoy te echo de menos. Aunque hace tiempo que la persona que me felicitaba quedó sepultada en la nebulosa de quien sabe qué… Hoy, especialmente, te echo de menos, abuela.